Miraba hacia arriba, entre las ramas de los árboles que lo rodeaban. Las mismas ramas que unas semanas atrás se desprendían de sus rojas marrones, rojas y amarillas con las caricias de la brisa cada vez más fría, en una lenta danza que sólo ellos, amantes tímidos y silenciosos, conocían. Las mismas ramas que el día anterior se alzaban desnudas hacia el cielo, rozando las nubes grises que en aquel momento se negaban a descargar su caricia. Las mismas ramas estaban, ahora, cubiertas de nieve. Frías. Silenciosas. Dejándose besar por cada copo, que más tarde les ayudaría a vestirse de nuevo, con su muerte.
Y todo esto ocurría sin más. Sin que nadie lo impidiera ni nadie lo alabara. Sin que nadie más que él se parara a observar.
Porque si se observaba con detenimiento, podía verse el silencio.
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